10 febrero, 2013

"SOY UN ASESINO ENTRENADO"


Hoy será enterrado Chris Kyle. No hay que equivocarse: una gran parte de la población norteamericana se mostró horrorizada ante su historia. Eso no evitará que veinte o treinta mil personas asistan a su funeral, pero en el estadio donde se efectuará estarán vacíos más asientos que los que estarán ocupados. Kyle está considerado el mejor francotirador norteamericano en la guerra de Irak. El gobierno le reconoce 150 muertes, pero él aseguró que había matado a cien más. Dice, también él, que pusieron precio a su cabeza. Y dice que lo hizo en nombre de la libertad y porque odiaba a quienes ejecutaba. Pertenecía al cuerpo de élite de ejército norteamericano de los Seal. Acabó con su vida un veterano de la guerra de Irak. Como él, había estado en el horror de la guerra. Quien acabó con su vida fue diagnosticado con síndrome de estrés postraumático; ambos estaban jugando a disparar. Juntos. Amaban las armas y la muerte. A Kyle le regalaron su primer juguete para matar a los ocho años. La historia me hace recordar a la que escribí sobre uno de los veteranos de guerra diagnosticado con la misma enfermedad psiquiátrica. La incluí en el libro W de Wikileaks. Y hoy, mejor que nunca, conviene recordarla:

Conocí a Jimmy Massey en junio de 2006. Era un tipo enorme. Más ancho que alto. Y alto era un rato... Conversé con él durante más de una hora. Estaba intentando redimirse de su pasado explicando al mundo las cosas que había hecho con la excusa de defender a su país de quienes quieren ver la Casa Blanca hecha añicos. “Soy un psicópata asesino entrenado”, me dijo con su voz raspada de tanto romperse por los muchos gritos que había proferido en su vida. “He matado de cerca y de lejos, he visto como a mis enemigos les estallaba la cabeza en mil pedazos después de disparar con mi arma contra ellos”, añadió. “Pero entonces era joven, estúpido e ignorante”, se excusó para tranquilizarme y recordarme que todas aquellas barbaridades que me iba a relatar las había hecho mucho tiempo atrás. En realidad no era tanto, porque las cacerías humanas en las que participó databan de sólo tres años atrás, cuando había sido enviado a la guerra de Irak. Él podía haber uno de los tripulantes de aquel helicóptero Apache. Podía haber sido aquel soldado que se reía de los muertos que acababa de abatir y al que le importaba un bledo que entre sus víctimas hubiera niños. Podía haberlo sido tanto él como cualquiera de las decenas de miles de soldados que vivieron una historia personal similar a la suya.
Recordé algunas de las sentencias que había leído de su propio puño y letra no mucho tiempo antes: “Todo el mundo es una presa potencial. Todos los civiles lo son. Para eso me entrenaron. Me fijo en sus debilidades y en cómo aprovecharme de ellas. Los utilizó. Los mantengo siempre en la incertidumbre... Y si dejas ver tus debilidades, estás muerto.”
Y le escuchaba ahora decir: “Estoy en el purgatorio, intentado salvar mi alma”.
Que él me disculpe si me lee -y casi prefiero que no- pero no pienso perdonarle ni uno sólo de los terribles actos que protagonizó. Por mucho menos hay gente pudriéndose en la cárcel. Lo que le diferencia de ellos es que Jimmy tenía licencia para matar con toda la brutalidad que le fuera posible y lo hacía en nombre del concepto de libertad que le habían implantado en su cerebro. Pero en cuanto vi el terrible video dado a conocer por la gente de Wikileaks para horror de quienes aún tienen algo de sensibilidad me acordé de él. Y acudí a mi cuaderno de notas para recordar aquello que me había contado y cómo me había sentido al estar frente a él y su esposa durante la visita que hizo a España para presentar el libro que había escrito como parte de su penitencia.
Y si me acordé de él es porque sus palabras -y en eso sí ha cumplido un buen servicio- describen a la perfección como es el proceso de adiestramiento y deshumanización que atraviesa un soldado norteamericano antes de llegar a la guerra para, al estar en el campo de batalla, comportarse como él definía su comportamiento: “Todas las mañanas, cuando me ponía el uniforme, me ponía también la máscara de gángster, me convertía en un maldito asesino”. Hoy no puede dejar de sentirme solidario con los amigos de Wikileaks por haber mostrado al mundo cómo son las cacerías de los Massey de turno, cuyas biografía es el ejemplo perfecto para mostrar cómo es realmente la personalidad que se moldea a quien le ponen un traje caqui sobre el cuerpo con la misión de defender al único país que tiene razón de ser. “No nací así, lo aseguro”, dice para recordar cómo, en realidad, todo es un proceso de educación medido y calculado que provoca que un chico normal de provincias se convierta en un hombre como él o como los tripulantes de aquellos Apache.
Siempre habrá excepciones. También casos especialmente crueles. Del mismo modo, el espacio intermedio puede ser infinito y caben ahí dentro miles de casos diferentes, pero los papeles de la guerra de Irak y Afganistán nos demuestra que existe un patrón común para diagnosticar la enfermedad del soldado cruel que han cometido atrocidades en el campo de batalla.
Como tantos otros jóvenes de las regiones rurales de Carolina del Sur, educado de forma estricta, encontró en la oferta del cuerpo de marines una salida laboral y personal que le convertía en alguien especial. Se formó en el campamento de San Diego, en California. Recuerda las duras jornadas de instrucción, en las que el maltrato psicológico era cosa común, pero el espíritu competitivo que se fomenta entre la tropa convierte la carrera militar en una carrera competitiva para llegar a ser como esos oficiales que se presentan ante ellos como triunfadores que causan admiración en la sociedad.
Tras licenciarse, su principal misión fue reclutar futuros soldados. Le tocó hacerlo cuando Estados Unidos ya se había embarcado en la guerra de Afganistán y la de Irak estaba a la vuelta de la esquina. Era necesario encontrar aspirantes allá donde pudieran esconderse. Sabía cómo identificar la carne de cañón porque recibió una amplia formación para ello. Y cuando lo señalaba con el dedo, iba a por él, lo visitaba en clase, en su casa, cuando estaba con sus amigos... Así conseguía hacer creer al aspirante que era un tipo especial. Y que, además, podría llegar a ser como él: un hombre condecorado, querido en su pueblo, deseado por todas las mujeres que antes le rechazaban...
En su biografía cuenta la conversación que tuvo con un muchacho que acuciado por la falta del empleó, acudió a una estafeta móvil de alistamiento en la que se desplazaba de pueblo en pueblo en busca de candidatos para el Cuerpo de Marines, el más duro y respetado del Ejército norteamericano.
El aspirante le preguntó qué ofrecía. Y él respondió:
“Lo que te ofrezco es dolor, privación de sueño, tortura mental y tanto dolor muscular que vomitarás. No me gusta dorar la píldora... Te enseñaré a matar. ¿Estás preparado para ser un guerrero? No voy a sentarme aquí perdiendo el tiempo y a hablarte bien del Cuerpo de Marines. Estamos aquí para que defiendas los intereses de Estados Unidos y te conviertas en un guerrero, sin tener en cuenta si el enemigo es extranjero o es de tu país”.
El futuro soldado se llamaba Travis Painter. Aceptó. Y se convirtió en uno de los cientos de miles de guerreros que viajaron a Irak después de aprender a matar para defender su patria. Por supuesto, tal destino es imposible en un muchacho que no pertenezca a una sociedad que exalta la violencia, en la que el nacionalismo se convierte en una religión y en la que se educa a los jóvenes en la misión divina de defender al país más libre del mundo. Casi podría decirse que el proceso de captación del ejército usa mecanismos muy similares al de las sectas destructivas que saben rebuscar en los recovecos débiles del aspirante para medrar a través de ellos. Massey primero fue víctima, y después verdugo. Así, el proceso se alimenta de forma permanente.
En 2003 fue enviado a Irak. Allí recuerda haberse encontrado un país más desarrollado de lo que le habían dicho. Su mente estaba llena de tópicos y consignas sobre lo que pasaba allí y cómo eran sus gentes. Pero la realidad de la guerra le apartó de cualquier consideración. Como integrante del Tercer Batallón de la Séptima Unidad de Marines, participó en todo tipo de misiones, muchas de las cuales consistían en proteger zonas tan estratégicas cómo, por ejemplo, pozos petrolíferos. En algunas ocasiones, formó parte de los puntos de control que se establecían por todo el país para controlar los movimientos de los ciudadanos. Les hacían pensar que cualquiera podía ser enemigo. Y que, ante la duda, había que abrir fuego. Muchos murieron delante de él [...]
Todo acabó cuando su mente dijo basta. Los médicos determinaron que sufría trastorno de estés postraumático, la enfermedad mental que padecen uno de cada cinco soldados. Tuvo que volver a Estados Unidos. Ya en su casa, las sensaciones empezaron a clarearse: “Se acabaron los espacios luminosos para mi, se acabó el nirvana tras la matanza, vivo en un charco de lodo y la única forma de salir de él es dejando de matar... He visto suficiente destrucción para una vida entera. No puedo usar más mi sombrero de vaquero”.
Hay muchos Massey en Estados Unidos tomando pastillas para olvidar lo que vivieron allí y les desequilibró. Él decidió contar lo que hizo. Otros prefirieron un camino de oscuridad, y todavía muchos siguen allí. Pilotan algún helicóptero Cobra o Apache. Instalan puntos de control para dominar los movimientos de quienes viven allí. Se han convertido, sin saberlo, en los escudos humanos de los intereses económicos que anidaban tras la guerra. 

Este texto pertenece al libro W de Wikileaks (Libros Cúpula, 2011), que en la actualidad se encuentra en las librerías de toda España al precio especial de 5,95 euros: