Hoy
será enterrado Chris Kyle. No hay que equivocarse: una gran parte de
la población norteamericana se mostró horrorizada ante su historia.
Eso no evitará que veinte o treinta mil personas asistan a su
funeral, pero en el estadio donde se efectuará estarán vacíos más
asientos que los que estarán ocupados. Kyle está considerado el
mejor francotirador norteamericano en la guerra de Irak. El gobierno
le reconoce 150 muertes, pero él aseguró que había matado a cien más.
Dice, también él, que pusieron precio a su cabeza. Y dice que lo
hizo en nombre de la libertad y porque odiaba a quienes ejecutaba.
Pertenecía al cuerpo de élite de ejército norteamericano de los
Seal. Acabó con su vida un veterano de la guerra de Irak. Como él,
había estado en el horror de la guerra. Quien acabó con su vida fue
diagnosticado con síndrome de estrés postraumático; ambos estaban
jugando a disparar. Juntos. Amaban las armas y la muerte. A Kyle le regalaron su primer juguete para matar a los ocho años. La historia
me hace recordar a la que escribí sobre uno de los
veteranos de guerra diagnosticado con la misma enfermedad
psiquiátrica. La incluí en el libro W de Wikileaks. Y hoy, mejor
que nunca, conviene recordarla:
Conocí
a Jimmy Massey en junio de 2006. Era un tipo enorme. Más ancho que
alto. Y alto era un rato... Conversé con él durante más de una
hora. Estaba intentando redimirse de su pasado explicando al mundo
las cosas que había hecho con la excusa de defender a su país de
quienes quieren ver la Casa Blanca hecha añicos. “Soy un psicópata
asesino entrenado”, me dijo con su voz raspada de tanto romperse
por los muchos gritos que había proferido en su vida. “He matado
de cerca y de lejos, he visto como a mis enemigos les estallaba la
cabeza en mil pedazos después de disparar con mi arma contra ellos”,
añadió. “Pero entonces era joven, estúpido e ignorante”, se
excusó para tranquilizarme y recordarme que todas aquellas
barbaridades que me iba a relatar las había hecho mucho tiempo
atrás. En realidad no era tanto, porque las cacerías humanas en las
que participó databan de sólo tres años atrás, cuando había sido
enviado a la guerra de Irak. Él podía haber uno de los tripulantes
de aquel helicóptero Apache. Podía haber sido aquel soldado que se
reía de los muertos que acababa de abatir y al que le importaba un
bledo que entre sus víctimas hubiera niños. Podía haberlo sido
tanto él como cualquiera de las decenas de miles de soldados que
vivieron una historia personal similar a la suya.
Recordé
algunas de las sentencias que había leído de su propio puño y
letra no mucho tiempo antes: “Todo el mundo es una presa potencial.
Todos los civiles lo son. Para eso me entrenaron. Me fijo en sus
debilidades y en cómo aprovecharme de ellas. Los utilizó. Los
mantengo siempre en la incertidumbre... Y si dejas ver tus
debilidades, estás muerto.”
Y
le escuchaba ahora decir: “Estoy en el purgatorio, intentado salvar
mi alma”.
Que
él me disculpe si me lee -y casi prefiero que no- pero no pienso
perdonarle ni uno sólo de los terribles actos que protagonizó. Por
mucho menos hay gente pudriéndose en la cárcel. Lo que le
diferencia de ellos es que Jimmy tenía licencia para matar con toda
la brutalidad que le fuera posible y lo hacía en nombre del concepto
de libertad que le habían implantado en su cerebro. Pero en cuanto
vi el terrible video dado a conocer por la gente de Wikileaks para
horror de quienes aún tienen algo de sensibilidad me acordé de él.
Y acudí a mi cuaderno de notas para recordar aquello que me había
contado y cómo me había sentido al estar frente a él y su esposa
durante la visita que hizo a España para presentar el libro que
había escrito como parte de su penitencia.
Y
si me acordé de él es porque sus palabras -y en eso sí ha cumplido
un buen servicio- describen a la perfección como es el proceso de
adiestramiento y deshumanización que atraviesa un soldado
norteamericano antes de llegar a la guerra para, al estar en el campo
de batalla, comportarse como él definía su comportamiento: “Todas
las mañanas, cuando me ponía el uniforme, me ponía también la
máscara de gángster, me convertía en un maldito asesino”. Hoy
no puede dejar de sentirme solidario con los amigos de Wikileaks por
haber mostrado al mundo cómo son las cacerías de los Massey de
turno, cuyas biografía es el ejemplo perfecto para mostrar cómo es
realmente la personalidad que se moldea a quien le ponen un traje
caqui sobre el cuerpo con la misión de defender al único país que
tiene razón de ser. “No nací así, lo aseguro”, dice para
recordar cómo, en realidad, todo es un proceso de educación medido
y calculado que provoca que un chico normal de provincias se
convierta en un hombre como él o como los tripulantes de aquellos
Apache.
Siempre
habrá excepciones. También casos especialmente crueles. Del mismo
modo, el espacio intermedio puede ser infinito y caben ahí dentro
miles de casos diferentes, pero los papeles de la guerra de Irak y
Afganistán nos demuestra que existe un patrón común para
diagnosticar la enfermedad del soldado cruel que han cometido
atrocidades en el campo de batalla.
Como
tantos otros jóvenes de las regiones rurales de Carolina del Sur,
educado de forma estricta, encontró en la oferta del cuerpo de
marines una salida laboral y personal que le convertía en alguien
especial. Se formó en el campamento de San Diego, en California.
Recuerda las duras jornadas de instrucción, en las que el maltrato
psicológico era cosa común, pero el espíritu competitivo que se
fomenta entre la tropa convierte la carrera militar en una carrera
competitiva para llegar a ser como esos oficiales que se presentan
ante ellos como triunfadores que causan admiración en la sociedad.
Tras
licenciarse, su principal misión fue reclutar futuros soldados. Le
tocó hacerlo cuando Estados Unidos ya se había embarcado en la
guerra de Afganistán y la de Irak estaba a la vuelta de la esquina.
Era necesario encontrar aspirantes allá donde pudieran esconderse.
Sabía cómo identificar la carne de cañón porque recibió una
amplia formación para ello. Y cuando lo señalaba con el dedo, iba a
por él, lo visitaba en clase, en su casa, cuando estaba con sus
amigos... Así conseguía hacer creer al aspirante que era un tipo
especial. Y que, además, podría llegar a ser como él: un hombre
condecorado, querido en su pueblo, deseado por todas las mujeres que
antes le rechazaban...
En
su biografía cuenta la conversación que tuvo con un muchacho que
acuciado por la falta del empleó, acudió a una estafeta móvil de
alistamiento en la que se desplazaba de pueblo en pueblo en busca de
candidatos para el Cuerpo de Marines, el más duro y respetado del
Ejército norteamericano.
El
aspirante le preguntó qué ofrecía. Y él respondió:
“Lo
que te ofrezco es dolor, privación de sueño, tortura mental y tanto
dolor muscular que vomitarás. No me gusta dorar la píldora... Te
enseñaré a matar. ¿Estás preparado para ser un guerrero? No voy a
sentarme aquí perdiendo el tiempo y a hablarte bien del Cuerpo de
Marines. Estamos aquí para que defiendas los intereses de Estados
Unidos y te conviertas en un guerrero, sin tener en cuenta si el
enemigo es extranjero o es de tu país”.
El
futuro soldado se llamaba Travis Painter. Aceptó. Y se convirtió en
uno de los cientos de miles de guerreros que viajaron a Irak después
de aprender a matar para defender su patria. Por supuesto, tal
destino es imposible en un muchacho que no pertenezca a una sociedad
que exalta la violencia, en la que el nacionalismo se convierte en
una religión y en la que se educa a los jóvenes en la misión
divina de defender al país más libre del mundo. Casi podría
decirse que el proceso de captación del ejército usa mecanismos muy
similares al de las sectas destructivas que saben rebuscar en los
recovecos débiles del aspirante para medrar a través de ellos.
Massey primero fue víctima, y después verdugo. Así, el proceso se
alimenta de forma permanente.
En
2003 fue enviado a Irak. Allí recuerda haberse encontrado un país
más desarrollado de lo que le habían dicho. Su mente estaba llena
de tópicos y consignas sobre lo que pasaba allí y cómo eran sus
gentes. Pero la realidad de la guerra le apartó de cualquier
consideración. Como integrante del Tercer Batallón de la Séptima
Unidad de Marines, participó en todo tipo de misiones, muchas de las
cuales consistían en proteger zonas tan estratégicas cómo, por
ejemplo, pozos petrolíferos. En algunas ocasiones, formó parte de
los puntos de control que se establecían por todo el país para
controlar los movimientos de los ciudadanos. Les hacían pensar que
cualquiera podía ser enemigo. Y que, ante la duda, había que abrir
fuego. Muchos murieron delante de él [...]
Todo
acabó cuando su mente dijo basta. Los médicos determinaron que
sufría trastorno de estés postraumático, la enfermedad mental que
padecen uno de cada cinco soldados. Tuvo que volver a Estados Unidos.
Ya en su casa, las sensaciones empezaron a clarearse: “Se acabaron
los espacios luminosos para mi, se acabó el nirvana tras la matanza,
vivo en un charco de lodo y la única forma de salir de él es
dejando de matar... He visto suficiente destrucción para una vida
entera. No puedo usar más mi sombrero de vaquero”.
Hay
muchos Massey en Estados Unidos tomando pastillas para olvidar lo que
vivieron allí y les desequilibró. Él decidió contar lo que hizo.
Otros prefirieron un camino de oscuridad, y todavía muchos siguen
allí. Pilotan algún helicóptero Cobra o Apache. Instalan puntos de
control para dominar los movimientos de quienes viven allí. Se han
convertido, sin saberlo, en los escudos humanos de los intereses
económicos que anidaban tras la guerra.
Este texto pertenece al libro W de Wikileaks (Libros Cúpula, 2011), que en la actualidad se encuentra en las librerías de toda España al precio especial de 5,95 euros: